Nuestras Leyendas
Las viejas leyendas
pipiles corrían en la boca de las gentes. Y en los corrillos de
los cipotes bajo los focos tenues de las esquinas, la fantasia y
el miedo se juntaban en los viejos relatos.
Muchas veces los madrugadores encontraron a la
Siguanaba bañándose en
El Tempisque y la vieron correr, rio abajo, riéndose a
carcajadas limpia entre las piedras; otras veces, desembocando
al rio, se oían en aquella soledad las grandes huacaladas que se
echaba algún bañista; pero al llegar en lo íngrimo del rio solo
se oían carcajadas que rodaban; y otras veces, los niños de
brazo miraban, señalándola, en tanto que las madres los calmaban
con cariño: “No es nada mi hijo, es la Sigua, la Siguamonta”.
Al Cipitio, gordiflón
y sombrerudo, muchas veces lo hallaron dormido bajo los hornos
de las moliendas, y se hizo panzón de tanto comer ceniza.
Chiquitín y de panza clara, vigiaba a las muchachas en
las moliendas y en las fuentes, y muchas veces lo vieron subido
en los arboles chupando cana y regando flores.
El Duende, más
enamorado que el Cipitio, perseguía a las jóvenes con tenacidad
rayana en el embrujo. Tiraba piedritas a la casa de la amada, la
“ispiaba” por las ventanas, la seguía por doquiera, le ausentaba
a los novios, se entraba por el techo de la casa y por fin se
acostaba con ella en el silencio de la noche. Y la joven amada
se iba poniendo pálida y enferma, enferma de miedo y no de amor;
pero, para curarse, para deshacerse del duende había un secreto
que todas conocían, comer en la letrina.
El Cadejo era
un perro con ojos de fuego, un perro lanudo que salía en la
soledad de los caminos y la noche.
Los caminantes contaban haber visto al Cadejo blanco, el
buen amigo que detrás de ellos los cuidaba hasta llegar a sus
casas; en tanto que otros, los hombres malos, eran perseguidos
por el Cadejo negro que, rabioso, atacaba dejando en ellos el
susto y el espanto, o las huellas de dentelladas limpias. Y con
esto tenían para no seguir sus andanzas.
El
Justo Juez de la Noche, policía de la noche, garrote
en mano rondaba el pueblo y los caminos. Los trasnochadores lo
habían visto en la cruz de las calles como diminuto centinela
que de pronto iba creciendo. Creciendo para hacerse alto y
llenar de espanto y de asombro.
Los que lo vieron jamás osaron
volver a sus correrías nocturnas. La mudez, los verdugones de
los garrotazos y el recuerdo de la figura creciendo, los dejaron
para siempre encerrados en sus casas.
Y los hechos nocturnos que eran
noticia del día siguiente, se iban acabando, mas no por eso, el
Justo Juez de la Noche, abandonaba su trabajo de siglos; velar
por la tranquilidad de los poblados.
Al puro silencio de la noche la
“carreta bruja o carreta chillona”
renqueaba en el empedrado de las calles cuesta arriba cuesta
abajo. Tras el ojo de la llave de la puerta de la casa los
curiosos la veían pasar casi apenas; en tanto que el sonido se
alejaba quebrándose en los baches del empedrado.
Era una carreta sin bueyes que caminaba sola, así despacio en la
lentitud del silencio y el agitar del miedo. Una carreta sin
boyero que la guiara, una carreta sin carga que se oía caminar
pesada y que pocos vieron para quedar enmudecidos del miedo
prendidos en el alma y en el temblor del cuerpo.
El Padre Sin Cabeza,
muchos contaban que habían visto a la media noche al Padres sin
Cabeza, algunos decían que en el atrio de la Iglesia San José.
Se le veía atravesar el atrio y entrar en la iglesia con la
puerta cerrada...En ocasiones se le veía paseándose por todo el
atrio y subiendo al campanario. Otras veces lo veían caminando
en la parte de atrás de la iglesia.
Existen una infinidad de versiones: según la creencia popular,
El Padre Sin Cabeza es el alma en pena de un sacerdote que
falleció en pecado mortal, sin confesión, y que había perdido la
cabeza por una pasión amorosa.