Cojutepeque
La ciudad de las nieblas ... y de los chorizos!

 
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Nuestras Leyendas

leyendas

Las viejas leyendas pipiles corrían en la boca de las gentes. Y en los corrillos de los cipotes bajo los focos tenues de las esquinas, la fantasia y el miedo se juntaban en los viejos relatos.

Muchas veces los madrugadores encontraron a la Siguanaba bañándose en El Tempisque y la vieron correr, rio abajo, riéndose a carcajadas limpia entre las piedras; otras veces, desembocando al rio, se oían en aquella soledad las grandes huacaladas que se echaba algún bañista; pero al llegar en lo íngrimo del rio solo se oían carcajadas que rodaban; y otras veces, los niños de brazo miraban, señalándola, en tanto que las madres los calmaban con cariño: “No es nada mi hijo, es la Sigua, la Siguamonta”.

Al Cipitio, gordiflón y sombrerudo, muchas veces lo hallaron dormido bajo los hornos de las moliendas, y se hizo panzón de tanto comer ceniza.

Chiquitín y de panza clara, vigiaba a las muchachas en las moliendas y en las fuentes, y muchas veces lo vieron subido en los arboles chupando cana y regando flores.

El Duende, más enamorado que el Cipitio, perseguía a las jóvenes con tenacidad rayana en el embrujo. Tiraba piedritas a la casa de la amada, la “ispiaba” por las ventanas, la seguía por doquiera, le ausentaba a los novios, se entraba por el techo de la casa y por fin se acostaba con ella en el silencio de la noche. Y la joven amada se iba poniendo pálida y enferma, enferma de miedo y no de amor; pero, para curarse, para deshacerse del duende había un secreto que todas conocían, comer en la letrina.

El Cadejo era un perro con ojos de fuego, un perro lanudo que salía en la soledad de los caminos y la noche.

Los caminantes contaban haber visto al Cadejo blanco, el buen amigo que detrás de ellos los cuidaba hasta llegar a sus casas; en tanto que otros, los hombres malos, eran perseguidos por el Cadejo negro que, rabioso, atacaba dejando en ellos el susto y el espanto, o las huellas de dentelladas limpias. Y con esto tenían para no seguir sus andanzas.

El Justo Juez de la Noche, policía de la noche, garrote en mano rondaba el pueblo y los caminos. Los trasnochadores lo habían visto en la cruz de las calles como diminuto centinela que de pronto iba creciendo. Creciendo para hacerse alto y llenar de espanto y de asombro.

Los que lo vieron jamás osaron volver a sus correrías nocturnas. La mudez, los verdugones de los garrotazos y el recuerdo de la figura creciendo, los dejaron para siempre encerrados en sus casas.

Y los hechos nocturnos que eran noticia del día siguiente, se iban acabando, mas no por eso, el Justo Juez de la Noche, abandonaba su trabajo de siglos; velar por la tranquilidad de los poblados.

Al puro silencio de la noche la “carreta bruja o carreta chillona” renqueaba en el empedrado de las calles cuesta arriba cuesta abajo. Tras el ojo de la llave de la puerta de la casa los curiosos la veían pasar casi apenas; en tanto que el sonido se alejaba quebrándose en los baches del empedrado.

Era una carreta sin bueyes que caminaba sola, así despacio en la lentitud del silencio y el agitar del miedo. Una carreta sin boyero que la guiara, una carreta sin carga que se oía caminar pesada y que pocos vieron para quedar enmudecidos del miedo prendidos en el alma y en el temblor del cuerpo.

El Padre Sin Cabeza, muchos contaban que habían visto a la media noche al Padres sin Cabeza, algunos decían que en el atrio de la Iglesia San José. Se le veía atravesar el atrio y entrar en la iglesia con la puerta cerrada...En ocasiones se le veía paseándose por todo el atrio y subiendo al campanario. Otras veces lo veían caminando en la parte de atrás de la iglesia.

Existen una infinidad de versiones: según la creencia popular, El Padre Sin Cabeza es el alma en pena de un sacerdote que falleció en pecado mortal, sin confesión, y que había perdido la cabeza por una pasión amorosa. 

 

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